La oración con los ojos vendados

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Fernando Ávila Alarcón (1937-2015) con quién me reuní varias veces en su casa de San Bernardo, me contó la trágica historia de represión militar y muerte que afectó a su familia. Recuerdo que lo conocí en 2012, fue durante un seminario que tuvo lugar en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Mientras escuchaba presentar su caso de detención, tortura y exilio, la detención y desaparición de su padre, diácono de la primera Iglesia Bautista de San Bernardo y a su llegada de Francia el hallazgo de sus restos, el asesinato de su hermano en Suecia, además de la huida de otro hermano del servicio militar para salvar su vida, me llamó la atención su paz espiritual y su entereza. Más aún cuando dijo que creía en una justicia superior que se encargaría de llevarse de este mundo a los asesinos y torturadores de su familia, amigos y compañeros con un dedo doblado, el mismo dedo con el cual dispararon y o  mantuvieron puesto en el gatillo en los simulacros de fusilamientos. Al cierre de la actividad, me acerqué para decirle mi interés de conocer mayormente su testimonio y que quería incluirlo en una serie de entrevistas a lo que respondió de inmediato con un sí. Muy poco se sabe de los casos de represión recaídos en el mundo evangélico, le dije y agregué que prevalece la idea de una iglesia evangélica completamente entregada al servicio de la dictadura civil militar y su explícito apoyo al general Augusto Pinochet en el tradicional Te Deum Evangélico cada 18 de septiembre a lo largo de la dictadura civil militar. Por mi parte, solamente conocía el accionar de las iglesias bautista y metodista en materias de defensa de los derechos humanos. Entonces me pasó su número telefónico, si mal no me equivoco, ese día estaba acompañado de una de sus hijas que también me pasó su contacto. Un par de semanas después llegué a su casa, ubicada cerca de la Plaza Guarello de San Bernardo. De ahí en adelante nos reunimos seis o siete veces, siempre muy atento y acogedor me esperaba con un rico té, galletas y queques. De hecho, estaba en su casa cuando una tarde, Ernestina, mi hermana, me llamó, avisándome la muerte de nuestro padre. Me puse pálida… ¿Qué sucede? me preguntó, llorando le conté la triste noticia. Corrió a buscar un vaso de agua y luego me consoló, señalando que la vida y la muerte siempre van juntas, que una a la otra se necesitan porque para que haya vida tiene que existir la muerte y que ambos estados se presentan hasta en los procesos de cambios y cierre de círculos que vivimos a diario sin ni siquiera percibirlos. Respondí que empezaba a considerarlo casi mi segundo padre y que me hubiese gustado fuera como él . Amorosamente tomó mis manos y me dijo que lo más importante en la vida es el amor de la familia, la esencia base que mueve al mundo. Tras escucharlo atentamente, me despedí y partí a los funerales de mi padre que se realizaban en Rancagua. Un mes después retomamos las entrevistas e incluso me invitó a participar en la Jornada por la Memoria y la Justicia que se realizó el 5 y 6 de octubre de 2012 para rendir homenajes a los once obreros de la Maestranza de San Bernardo que fueron asesinados en octubre de 1973 y junto a ellos las cien víctimas de ejecuciones y desapariciones de la provincia del Maipo. Allí conocí a sus hijas y a otros familiares de víctimas de la represión de la zona. Cuando en una de las tantas reuniones habló de un proyecto de escribir un libro con su historia de vida y de la participación de su padre y los vecinos en el desarrollo urbano de San Bernardo, días después invité a un colega y en conjunto analizamos posibilidades de concretar dicha propuesta. Lamentablemente no fue posible. Por mi parte, el compromiso fue el siguiente relato.

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La trágica historia de la familia Ávila Márquez y Ávila Alarcón partió el mismo 11 de septiembre de 1973. Fernando Ávila Alarcón, 38 años, hijo mayor del pastor y diácono, Roberto Ávila Márquez, trabajaba en la industria Aceros Andes que proveía de insumos a la minera de cobre Braden Copper, después El Teniente, Codelco, ambas nacionalizadas por el presidente Salvador Allende. La mañana del 11 de septiembre de 1973 estaba en su puesto de trabajo, había organizado a 200 obreros en turnos de vigilancia. A la llegada de los militares, les ordenaron hacer hileras y luego mientras buscaban armas y planes de sabotajes llamaron a los dirigentes dar un paso adelante, él lo hizo en su condición de delegado de la Asamblea de Trabajadores ante la Administración. Nada encontraron, excepto un plano de un proyecto de construcción de un complejo deportivo y creyendo era un mapa de armamentos, le preguntaron de qué se trataba. Dudando de su respuesta, dejaron estampada en una ficha las letras A-I que significaba “Antecedentes a Investigar”; una marca que lo mantiene 26 meses recluido, pasando por el cuartel de la policía civil, Escuela de Infantería de San Bernardo, centro de detención Cerro Chena, campos de concentración instalados en el Estadio Nacional, Chacabuco,  Puchuncaví, y finalmente Tres Álamos, desde donde en 1975, acusado de activista del sindicalismo internacional y peligroso para la seguridad nacional, lo expulsan del país, fichando su pasaporte con una letra L que le impedía regresar. En sus recuerdos llevaba el día que decidió entregarse en la Escuela de Infantería de San Bernardo, pensando que de esa manera soltarían a su padre, Roberto Ávila Márquez y a su hermano David. Iba cruzando la plaza, cuando los militares lo detuvieron. Estuvo 24 horas en la Escuela de Infantería y después siempre con los ojos vendados y las manos atadas, lo subieron, junto a otros compañeros, a un camión que los traslada al Cerro Chena, donde funcionaba un centro de detención y tortura. En la pieza, por las noches, los prisioneros, decían sus nombres, casi silenciosamente. Ahí escuchó a David, su hermano y un joven militar le avisó que su padre también estaba allí y que podía pedir permiso para verlo. Así lo hizo. Entonces, le sacaron la venda y la cuerda que ataba sus manos. Cuando se encontraron, su padre, lloró y al acompañarlo a orinar al baño se dio cuenta que orinaba sangre, que tenía sus costillas quebradas y una mano quemada. Se despidieron con un beso, fue la última vez que lo vio. El 2 de octubre de 1973, lo trasladaron al Estadio Nacional. Por esos días, fusilaron a su padre, junto a once obreros de la Maestranza de San Bernardo, mayoritariamente militantes del partido Comunista. Sus cuerpos sin vida fueron entregados a sus familiares, pero el de pastor no fue hallado en ninguna parte y por ello figuró en las listas de detenidos desaparecidos hasta 1994, fecha de su exhumación, luego que Fernando Ávila, su hijo, a su regreso de Francia, interpuso una querella para encontrar sus restos, esclarecer su muerte y establecer las responsabilidades. Un campesino le había contado que  durante la primera semana de octubre de 1973 había visto lanzar dos bultos a un costado de las afueras del Cementerio de Huelquén desde un vehículo militar  por lo que con la ayuda de un par de vecinos procedieron a enterrar los cuerpos en un hoyo cercano a dicho cementerio. Efectivamente se trataba de los restos del pastor evangélico. Poco antes de volverlo nuevamente a la tierra, sus hijos, ensamblaron sus huesos y dándole una forma humana dentro de un ataúd de tamaño normal, organizaron sus funerales que contaron con la participación del pueblo entero; lo velaron en su iglesia y en el gimnasio ferroviario, dos dependencias  que había construido con sus propias manos y las de sus vecinos, dos proyectos que concretaban un sueño comunitario.

En diciembre de 1975, al cumplirse un mes de su partida a Francia, Rosa Maldonado Paredes (1939-2001) su esposa, viajó a Francia con sus cinco hijos: Fernando, 15 años, Rosa, 13 años, Ricardo, 11 años, Jeannette, 9 años y Yenny, 6 años; una familia que logró sobrevivir a la prisión del jefe de hogar con la venta de empanadas y sobres anónimos con dinero que le dejaban bajo la puerta de su casa sus amigos, vecinos y fieles de su iglesia, aunque sus superiores nunca los apoyaron. Su esposa, nunca lo dejó solo, lo siguió por todos los centros de detención donde estuvo, aunque no la dejaran visitarlo. Recorría los centros de detención, a veces llegaba caminando con los pies ensangrentados desde San Bernardo hasta el Estadio Nacional. Siempre, cada minuto, aferrado a su Dios, en Chacabuco, grande fue su sorpresa al divisar entre las visitas a su esposa y sus hijos, sus cachorros, como les decía. Ella llegó ese día como pudo. Y es que hacía lo posible e imposible para que él supiera que lo seguiría y que su amor seguía intacto, pese a que su detención cambiaba sus vidas para siempre. Superados los profundos traumas y recuperadas sus fuerzas se inserta al mundo laboral, lavando autos y más adelante una vez que aprende el idioma se capacita en mecánica especializado en montajes por lo que trabaja en la industria metalúrgica. Atrás quedaban sus días de prisión, aquellos días cuando bajo sus oraciones y fe despliega una espera por días mejores. En el campamento de prisioneros de Chacabuco, lo designan jefe de pieza y tenía a su cargo las provisiones de cigarros, chocolates, café y azúcar que repartía día a día. Junto a un par de compañeros evangélicos, logró habilitar una  iglesia en una casa abandonada, pese a que un capellán militar les decía que los comunistas no tenían derecho a la salvación, ni menos entrar al cielo. En ese hostil y violento ambiente, los soldados escuchaban sus sermones dominicales y a veces caían arrodillados ante la Biblia, dejando a un lado sus armamentos. En Puchuncaví, logró solucionar un problema de aguas servidas y puso en marcha un proyecto para habilitar un espacio destinado a una plaza de juegos y un escenario de títeres para entretener a los niños en las horas de visita de sus familiares. De un día a otro lo trasladaron muy grave a un hospital, donde lo operan de la vesícula. Una vez recuperado, la doctora que lo atendía prolongó su post operatorio con el fin de protegerlo por lo que destinó su tiempo a cuidar a un anciano hospitalizado. Lo apoyaba espiritualmente, le daba comida en la boca,  y le mojaba con una toalla los labios. Un día, le confesó que era un preso político y a partir de entonces, el anciano dejó de declararse anticomunista. Según él, no había tenido oportunidad de conocerlos. Cuando estuvo preso en el Estadio Nacional escuchó varias veces los nombres de los trabajadores ferroviarios de la maestranza, los llamaban por los altoparlantes, figuraban en la lista de ingresados. Entre esos nombres figuraba su padre Roberto Ávila Márquez, él lo busco, pero no lo encontró. En realidad no estaba allí, lo habían fusilado.

Roberto Ávila Márquez, 59 años, siete hijos, diácono evangélico,  ministro de la Iglesia Bautista de la Misión en Chile, su padre y David Ávila Alarcón, gestor cultural, su hijo menor, fueron detenidos la noche del 27 de Septiembre de 1973. Hasta su domicilio llegó un jeep y un camión militar lleno de soldados, según me dijo- cada uno de ellos con su dedo puesto en el gatillo de sus fusiles listos para disparar, los amenazaban  si es que se movían u efectuaban alguna acción, asegurándoles eran sus prisioneros de guerra. Muchos años después se supo que los habían delatado, acusándolos de facilitar su casa para realizar reuniones del partido Comunista. Al respecto es necesario destacar que los trabajadores ferroviarios no se plegaron a la paralización levantada por los camioneros en 1972.

A fines de septiembre de 1973, estando los tres en el centro de detención de Cerro Chena, donde había al menos 300 prisioneros, los obligaban sacarse las vendas de sus ojos para presenciar diversos actos de torturas que aplicaban al propio padre y o a sus dos hijos. Según cuenta Fernando Ávila Alarcón, muchas veces observó como a su padre lo introducían en un tambor lleno de agua y luego le aplicaban electricidad. También cuando lo golpeaban a punta de puños, puntapiés y culatas de fusiles y para que no siguiera cantando himnos evangélicos le cortaron parte de su lengua. «Estaba como si se le hubiesen caído sus alas«, dijo al relatar este episodio, agregando que a su hermano David lo agredieron física y sexualmente en presencia de su padre, lo acusaban de homosexual por gestar grupos de danza.

Lucila, esposa del pastor, enfrentó los difíciles momentos gracias a la ayuda de vecinos y fieles de su iglesia. Jerson y Lucila Ávila Alarcón, se radicaron en Holanda. David Ávila Alarcón, el hermano menor, detenido junto a su padre, se salvó milagrosamente de un fusilamiento estando prisionero en el centro de detención del Cerro Chena. Las prácticas de simulacros de fusilamientos masivos inducidos a los prisioneros del régimen militar fue un método de tortura. A veces, no eran simulacros sino fusilamientos, uno a uno caían por impactos de bala. Otras veces los subían a un camión militar y al llegar a sitios eriazos les ordenaban sacarse las vendas y correr mientras les disparaban, dejándolos allí abandonados o bien un camión recogía los cuerpos sin vida y se los llevaba. Les aplicaban la Ley de Fuga, explicaban a sus familiares. David, quién no militaba en ningún partido, luego de salvarse milagrosamente de un fusilamiento, temblando entero, logró sobrevivir cuando una bala llegó a una de sus piernas, cayó a las aguas de un canal, allí quedó inmóvil entre escombros y ramas. Desde un helicóptero les disparaban  mientras los hacían correr frente a las luces encendidas de camiones militares.  “Se nos arrancaron dos”…  escuchaba decir a lo lejos. Por la noche, salió del lugar, durmió en gallineros hasta que logró llegar a la casa de una tía, dónde se queda oculto hasta que sus heridas cierren. Gracias a las gestiones de Naciones Unidas sale del país con destino a Argentina y luego a Suecia. En 1991 regresó a Chile para entregar información sobre la detención de su padre hasta entonces aún desaparecido. Siguiendo esta lógica de dar a conocer lo ocurrido, aceptó una entrevista que fue publicada en marzo de 1991 en el diario La Nación,  oportunidad en la que  relata su testimonio y la represión ejercida sobre su padre prisionero, incluyendo nombres de los responsables. Seis meses después fue encontrado muerto en su departamento en Suecia, lo degollaron, nada le robaron, un crimen que según la justicia sueca fue consumado por profesionales.

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En 1990, a la llegada de Fernando Ávila desde Francia, su exilio en Estraburgo, muchos cuando lo veían, lo saludaban y le daban la mano amistosamente. Sin embargo, hay quienes bajaban su mirada o la desviaban para no enfrentarse a sus ojos, o bien apuraban sus pasos, o cruzaban la vereda. Y es que él, conoce a quienes lo torturaron y también a quienes mataron a su padre y a su hermano en Suecia. En San Bernardo, las raíces culturales no solo se arraigan en la historia de la Maestranza y sus trabajadores ferroviarios, la vida rural  y lucha por avances urbanos. Roberto y Fernando Ávila, pastor y diacono de la primera iglesia evangélica Bautista de la Misión en Chile, sustentados en una fe que les mostraba a Dios y a Jesús viviente, vinculando la oración y la lucha popular, iluminada por la Biblia, su norma de fe y práctica, además de predicar en las calles, el pastor tenía a su cargo el sermón dominical que preparaba por las tardes escuchando los goles de su equipo de fútbol favorito, junto a su esposa Lucila y sus hijos y Fernando  desde muy joven dirigía a las juventudes bautistas y guiaba grupos de lecturas bíblicas. Comprometidos con las personas, lideraron tomas de terrenos, levantaron viviendas con palos y cartones, organizaron comités y buscaban solucionar sus problemas. Impulsaron operativos para sacar a las familias del río y cuando este se desbordaba conseguían techumbres. También gestionaron los trámites para accesos al agua y luz, y después apoyaban a los vecinos para que se organizarán con objetivos de postular a viviendas sociales. Ellos fueron los primeros en tener estos servicios,  y los distribuían a quien se lo pidiera. Así, entre todos, poco a poco,  transforman chacras y criaderos de chanchos en barrios populares, destinando sus esfuerzos  a la solución de problemas concretos. Una de las abuelas  tenía un pequeño restaurant, allí almorzaban los maestros que construían la Gran Avenida y también aquellos que plantaron los árboles ahora convertidos en un túnel verde que los une a la capital. Este amplio quehacer social potencia perfila a Fernando con un liderazgo político y social, un dirigente con capacidades de conducir no solo a los jóvenes de su iglesia sino también a los integrantes de Juntas de Vecinos y Comités de promoción rural campesina. Desde estos espacios transita al mundo sindical, asumiendo importantes cargos en la industria Aceros Andes, Federación de Trabajadores Metalúrgicos, Central Única de Trabajadores, CUT – Provincial San Bernardo, culminando finalmente su carrera como Regidor durante el gobierno de la Unidad Popular. Durante el período de la Unidad Popular, entre overoles, trenes, rieles, soldaduras al arco convergen en una una activa y comprometida militancia política en el Partido Comunista, desde una esencia social y espiritual. El padre ingresó influenciado por su hijo, pues él se dedicaba principalmente a su obra espiritual. Padre e hijo, fieles Allendistas, combatieron el boicot empresarial, defendieron como pudieron al gobierno popular. Roberto Ávila Márquez, asumió una jefatura en la Junta de Abastecimiento y Precios, JAP, órgano de poder popular que distribuía alimentos para enfrentar la escasez y boicot económico y Fernando desenmascaraba a los que sumándose a esta práctica, escondían y acaparaban alimentos, él los enfrentaba y denunciaba. Acusó a productores de envenenar a sus pollos con tal de evitar su venta, muchas veces se subió a las micros y camiones para convencer a los choferes deponer sus huelgas y en las reuniones denunciaba a los que se vendían, mostrando  cheques si era necesario. Muchas veces intentaron frenar su carrera política, varias veces lo atacaron brutalmente, incluso en una oportunidad lo acuchillaron por la espalda y también lo amenazaron con un revolver metido entre sus costillas. Nadie ni nada interrumpió su compromiso. Quienes lo vieron crecer le decían «El Potrillo»,  no por seguir los pasos de su padre, aunque sí lo hacía, sino porque cuando joven caminaba siempre detrás de un mecánico apodado «El Caballo», lo ayudaba llevando su maletín de herramientas, él le enseñó a planificar y organizar una jornada diaria de trabajo.

En una de las entrevistas, me contó que a su llegada recorría las calles y plazas de San Bernardo como si fuera un perro loco, en su barrio saludaba a todos los que conocía y a los que no. Cuando le pregunté si recordaba a los responsables de los crímenes de la maestranza me contó que los veía siempre caminar por las calles como si nada, aunque a muchos le pesaba su propia historia. Uno de ellos se suicidó, otros trataban de olvidar bajo los efectos del alcohol y el chofer que trasladaba los cuerpos sin vida de un lado a otro, antes de morir le pidió perdón. Un perdón que no cursó porque -según me dijo – a ninguno  perdona y ahí repitió lo que un día le escuché decir: Una justicia superior se encargaría de llevarse de este mundo a los torturadores y militares criminales con un dedo doblado en el ataúd, el mismo dedo con el cual dispararon y o  mantuvieron puesto en el gatillo durante los simulacros de fusilamientos.

Fernando Ávila Alarcón, falleció el 5 de mayo de 2015, tenía 78 años, murió esperando justicia, pero con una sorprendente actitud de paz y grandeza humana. Los culpables de los crímenes nunca fueron juzgados ni castigados, a excepción de un brigadier en retiro del Ejército, a quien condenaron a quince años de prisión por secuestros y homicidios, un castigo insuficiente, dicen las familias de las víctimas porque este oficial no actuó solo y porque ya estaba en la cárcel cumpliendo condenas por crímenes de lesa humanidad, entre ellos, el asesinato del sindicalista Tucapel Jiménez y crímenes de Paine. Dicho oficial murió en 2014.

El mundo militar se  expresa nítidamente en la comuna  de San Bernardo, dos grandes e importantes regimientos y escuelas de especializaciones del ejército y de la aviación se imponen en la vida cotidiana. Sus tradicionales desfiles, orfeones en la plaza, sus emblemas y estandartes no resultan para nadie indiferentes. En la comuna, todos se conocen, aunque sea de vista. Quizás sea esta una explicación de cómo el quiebre de la democracia en Chile y las desatadas redes de represión atrapan violentamente a las familias de esta zona y las localidades aledañas (Paine) que arrojan un saldo de más de cien ejecutados y desaparecidos. De hecho, el regimiento de Infantería de San Bernardo (Escuela Infantería / Cuartel W 2 – Cerro Chena)  jugó un importantísimo rol durante el bombardeo y asalto al palacio de La Moneda. El coronel Leonel Koenig, al mando de dicho regimiento, tuvo a su cargo la ocupación del palacio presidencial y después puso en marcha un intenso despliegue militar represivo, contemplando allanamientos domiciliarios, detención de trabajadores de  industrias y reductos rurales,  ocupación de calles y traslados de prisioneros de un lado a otro a quienes mantenían días y noches con los ojos vendados. El informe  Verdad y Reconciliación afirma que las detenciones, torturas y fusilamientos de los trabajadores de la maestranza de San Bernardo, fueron sin justificación, sin alguna acusación, ni proceso judicial y sin derecho a defensa alguna, simplemente fueron torturados y fusilados. Desde el mismo centro de detención del Cerro Chena salieron los catorce campesinos fusilados el 2 de octubre de 1973 en la Cuesta Chada (caso Paine) y otros 22 que masacraron el 16 de octubre de 1973 en la Quebrada Los Quillayes en Rapel. En Paine levantaron un memorial. En San Bernardo, la cruz que se levantó con materiales de la ex maestranza fue derribada y puesta en una bodega. El ejército se opone a la declaratoria de Sitio de Memoria bajo la ley de Monumentos nacionales.

En 2012, el parlamento instauró el 6 de octubre como el día del Trabajador Ferroviario en homenaje a los mártires de la Maestranza de San Bernardo, reconociendo que el ferrocarril contribuyó a consolidar la soberanía territorial de la República, desarrollo de la economía y progreso, posibilitando oficios, especializaciones y porque sus trabajadores fueron protagonistas de los primeros movimientos sindicales. Alfredo Rojas Castañeda, director General de Ferrocarriles, ingeniero civil electricista, militante del partido Socialista, también figura en la lista de los detenidos – desaparecidos. Los familiares de los mártires de la maestranza de San Bernardo se reúnen todos los 6 de octubre de cada año en la plaza de la estación, donde levantaron un monolito de piedra que tiene una cruz de madera y una placa adosada. También organizan romerías, velatones y rutas de la memoria. Al pasar de los años, los hijos e hijos de sus hijos, las nuevas generaciones se han organizado en colectivos y grupos de teatro, rock y poesía para clamar por la justicia. La maestranza cerró sus puertas, algunos de sus galpones están declarados Monumento Histórico, pero las organizaciones  que la defienden no han logrado conseguir financiamiento para abrir un museo que resguarde su historia. Quieren que lo poco que queda no sea aplastado bajo la modernidad, están convencidos que un país sin memoria no tiene historia.

Los hijos de Fernando Ávila Alarcón siguen la impronta de su padre. Boris, hijo de Jeanette, criado por sus abuelos, cambió su apellido paterno para seguir su ejemplo de vida. Al anunciarles a sus hijos que tendrán el apellido Ávila como el tata Nando, saltaban de alegría y felicidad. Y es que las familias de los ferroviarios de San Bernardo dicen que su sangre está tiznada de fuerza y lucha. El 21 de septiembre de 2023, a propósito de los 50 años del Golpe de Estado, Rosa, Jenny, Ricardo, Jeanette y Fernando Ávila Maldonado, enviaron una carta al alcalde de San Bernardo, Christopher White, en la que solicitan nombrar algún lugar de dicha comuna con el nombre de su padre para honrar su memoria y reconocer su trayectoria en beneficio de los vecinos. Un importante pasaje cerca de la Maestranza de San Bernardo tiene por nombre, Roberto Ávila Márquez. «Nadie está olvidado. Nada está olvidado», dice el llamado de la convocatoria de homenajes correspondientes al año 2023. A nadie olvidamos, Mis padres nos enseñaron todo para luchar en esta vida, pero olvidaron enseñarnos aprender a vivir sin ellos», dicen los hijos del matrimonio Ávila Maldonado.

Myriam Carmen Pinto. Zurdos no diestros. Historias humanas de humanos demasiados humanos (serie).

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