Santiago con ojos ajenos

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Señoras y señores pasajeros tengan ustedes un muy buen viaje! Por Rossana Cárcamo en Bélgica; fotografía Hector Gonzalez de Cunco.

Para los que vivimos fuera de Chile, la realidad cotidiana del país nos llega con cuenta gotas: la vamos a buscar al Internet, le preguntamos a la familia y a los amigos, o en algunas ocasiones la prensa internacional se hace eco de un determinado suceso, y ahí entonces tenemos otra vez a nuestra tierra, en los noticiarios o en los diarios del mundo entero.

Cuando oí hablar del Transantiago, no entendí muy bien “para dónde iba la micro”, pero a lo largo de las semanas y los meses me fui armando un panorama con opiniones de todos lados. En general, la mayoría  eran negativas sin embargo, ¿sería verdad o estarían exagerando?

Luego de varios años de ausencia regresé a nuestro país y  disipé dichas incógnitas y constaté otras verdades.

Confieso que el aspecto de nación emergente que ofrecía la Concertación, me hizo pensar que las poblaciones callampas y las casuchas al lado del río Mapocho ya no existían, pero a menos de dos horas de haber aterrizado en Santiago, mis ojos rebobinaron las imágenes captadas en la juventud, y las compararon con esas visiones que raudamente desfilaban al ritmo del cuentakilómetros del auto de mi amigo… Santiago desvelaba su lado pobre y dolorido para recibirme, para decirme  que casi nada había cambiado, que  todo era un maquillaje: autopistas con peaje electrónico, gigantescos centros comerciales, ostentosos parkings, modernos buses y mucho color verde.

Con curiosidad observé como en estos años, la ciudad se había expandido y nuevas construcciones  asomaron sus ventanales, sus jardines y sus garajes, en lugares que antes eran peladeros o barrios residenciales, de la misma manera que el servicio de transporte subterráneo se extendió hacia los 4 puntos cardinales.

¡Vamos señora, muévase!

Oiga no me empuje, ¿cree que soy de plástico?

¡Señorita, cuidado póngase detrás de la línea amarilla!

Córrase un poquito p’allá, por favor

Así podría enumerar las incontables frases que durante 14 días escuché y pronuncié en diferentes trayectos en el Metro de Santiago, en distintos horarios.

No puedo negar que me asombró tanta modernidad, que me costó acostumbrarme a tener siempre conmigo la tarjeta BIP, y sobretodo a cargarla en esas filas que nunca avanzaban. Tampoco entendía lo del metro Express y la línea verde y la roja, hasta que como en los chistes de “Humbertito”, una amiga me explicó todo lo necesario para sobrevivir en ese enjambre de rieles, túneles, puentes, escaleras y vallas de contención.

En un par de ocasiones -con la naturalidad que me caracteriza- pregunté a las  personas que esperaban como yo en el andén, si esto era así antes del Transantiago, y todas las respuestas fueron en tono de quejas:

_No señorita, todo cambió, desde que pusieron la cuestión esta de los buses.

_!Chii! uno tiene que levantarse más temprano pa’ llegar a la pega

_En la escuela no creen que uno llega atrasado porque el Metro viene lleno y no puede subirse

_Si ahora hace calor, ni le cuento en el verano…

_Aquí todos los días alguien sufre un accidente, a uno lo empujan, lo pasan a llevar con las mochilas, los maletines…

Viajar en la pisadera de los buses estaba tan remoto en mi memoria, que experimentar nuevamente esa sensación de riesgo, no me dejó indiferente. Pasar de mano en mano,  desde el fondo del pasillo, la plata del boleto, hasta llegar al chofer, ya no era necesario porque ahora ellos gozan de un sueldo fijo. No obstante, varias veces me  quedé esperando el siguiente recorrido, pues simplemente las micros, no paraban en el paradero. ¿Me encontrarían muy gorda para hacerme un huequito entre los otros pasajeros?, ¿iban atrasados?, ¿la ley de tránsito les impone un límite de personas a bordo? En fin vaya usted a saber.

Lo que si me consta, es que no capté rostros felices, percibí el estrés de extensas jornadas laborales, y la obediencia con que se acata lo que dicen los cuidadores de las vías del Metro. Me entristeció corroborar que un uniforme o un chaleco reflectante, hace que un ser humano se sienta superior a otro, aunque gane un sueldo miserable.

Para ser honesta me chocó sentirme como ganado, caminado a paso corto y apretado entre rejas de metal, avanzar en fila india o en formación militar, para aguardar el turno de subir a un vagón. Me dio asco que me llegaran esas gotas de agua, que enormes ventiladores soplaban en los andenes o en las escalinatas. Fue molesto soportar los alientos, los olores, el sudor propio y el ajeno; hacer equilibrio con las piernas para no caerme en cada frenada, sino quería apoyarme en las otras personas. Esa odisea la soporté dos semanas –el tiempo que duró mi viaje a Chile- pero ¿cuánto tiempo más resistirán los Santiaguinos?, ¿será que la costumbre se impuso a la razón?, ¿o seguirán creyendo que la alegría ya viene y pronto habrá una solución?

Hace bien volver al terruño aunque sea por poco tiempo, para palpar en carne propia los avances y las zancadillas que los gobiernos de la post-dictadura les han dado a sus ciudadanos.  Pero por desgracia, no todos los chilenos que viven en el extranjero pueden hacer lo mismo, pues todavía existen muchos compatriotas que son castigados con el flagelo del exilio, aplicado sorprendentemente por un país que se dice democrático. ¿Será acaso, porque ellos no tienen derecho a usar el Transantiago?

¡Señoras y señores pasajeros tengan ustedes un muy buen viaje!

7 de junio 2011

Memorias Preñadas De Futuro

http://memoriaspreniadasdefuturo.blogspot.com

Fotografía. Metro de Santiago. Hector Gonzalez de Cunco.

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