A la muerte del padre José Aldunate Lyon (28/9/2019), me he permitido reeditar el perfil publicado en 2012, uno de los primeros de la serie Zurdos No Diestros. Historias humanas de humanos demasiados humanos.
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Siguiendo su apuesta por el cielo, pero – según me dijo – «bien puesta en la tierra porque aquí se hace el cielo», el padre, José Aldunate Lyon, decidió volverse sacerdote obrero para ser y vivir pobre entre los pobres, acompañarlos y socorrerlos entre ellos; un apostolado volcado a los marginados, una praxis de iglesia abierta al mundo; su propia revolución. Arriesgando su propia vida, durante la dictadura militar, en medio de asesinatos, torturas, persecusiones, hambre y miedo, ayudó a muchos a partir al exilio; conseguía pasajes y pasaportes e incluso les ayudaba a trepar los muros de las embajadas para que lograran refugio y salvaran sus vidas. También dirigió dos revistas de circulación clandestina y organizó el movimiento «Sebastian Acevedo»; una organización que durante siete años denunció a través de la No Violencia Activa que en Chile se torturaba a los presos políticos y que la justicia callaba.
«Una moral de Liberación»
Procede de una familia vasca muy cristiana, conservadora y del mundo de los empresas mineras, agrícolas e importaciones de maquinarias. Adriana Lyon Lynch, su madre que pertenecía a una familia inglesa emparentada con la reina de Inglaterra, lo crió a él, a su hermano mayor (también sacerdote jesuita) y a sus dos hermanas con institutrices traídas de Gran Bretaña y a la hora de ingresar al colegio los llevó a Londrés para que accedieran a lo que consideraba una mejor educación y adoptaran un estilo de vida y cultura europea. Al regresar terminó sus estudios en el colegio San Ignacio y en 1932 ingresa al noviciado jesuita y tras ordenarse sacerdote jesuita, viaja nuevamente a Europa, esta vez para obtener un doctorado en Teología Moral en Roma y en la Universidad de Lovaina, Bélgica. Por entonces, su familia residía en el palacio de estilo francés en donde más adelante funciona la Embajada de Argentina en Chile (Vicuña Mackenna -Plaza Baquedano).
Hasta un poco antes de convertirse en un cura del pueblo y un comprometido promotor y defensor de los derechos humanos, navegaba por las profundas aguas que lo conducían y posicionaban en las altas esferas eclesiales. Junto con incorporarse a una cátedra en la Universidad Católica, asume el cargo de Provincial de la compañía jesuita, además de coordinador del Centro Bellarmino y secretario del presidente de la Conferencia de Religiosos y Religiosas, Conferre (organización erigida por la Santa Sede y miembro de la Confederación Latinoamericana de Religiosos, CLAR). A la muerte del padre santo Alberto Hurtado, con quién trabajaba en el equipo de la Acción Sindical Chilena, toma a su cargo la revista «Mensaje». Podría haber llegado a príncipe obispo y o cardenal, cumplía los requisitos y exigencias. Tenía todos los ingredientes, pero él se sentía como el cura «Gatica que predica y no práctica». Su gran preocupación por entonces era cómo asumirse cristiano en un continente oprimido y conducirse hacia una senda que le permitiera decir y hacer, llevar a la praxis su opción por los pobres y en definitiva de cómo conseguir que la fe no resulte ni sea alienante sino que liberadora.
Vientos de cambios
A mediados de los años 60, las comunidades de base avanzaban hacia la promoción popular, las misas empezaban a celebrarse en español, el movimiento obrero de Acción Católica (MOAC) potenciaba su opción por lo social y en el espacio político las ideas y propuestas de los Cristianos por el Socialismo que finalmente convergen en dos nuevos partidos: Izquierda Cristiana (IC) y Movimiento de Acción Popular Unitario, (MAPU). Por su parte, los sacerdotes seguidores de la Teología de la Liberación se disponían a evangelizar no solo en las iglesias sino que metidos entre la gente, reconociendo a la fe como una herramienta de promoción popular y liberación; una iglesia servidora de vida.
En medio del triunfo de la Unidad Popular y su llegada a la Moneda, asumiendo una propia revolución dentro de la revolución imperante, un grupo de sacerdotes cambian sus sotanas por overoles, volviéndose curas obreros. Entre ellos, los padres Rafael Maroto, Mariano Puga, José Correa, Santiago Fuster y José Aldunate. «Curas rojos» les decían. El padre Ignacio Vergara Tagle, había roto los moldes al irse a vivir en las poblaciones marginales por su propia cuenta volviéndose además un «maestro soldador». Todos ellos rompieron no solo con sus historias de familias burguesas sino también con sus ejercicios ministeriales y autoridades de sus respectivas congregaciones. Sin pedir permiso ni dinero a sus superiores y menos aún a los fieles, construyeron sus casitas de madera en distintas poblaciones populares y muy de mañana salían a trabajar a las faenas de la construcción o bien en quehaceres de carpintería. Por las tardes, ellos mismos se preparaban las legumbres que cenaban tres veces a la semana. Los vecinos y compañeros de trabajo no creían que eran sacerdotes hasta que los escuchaban hablar.
No podemos callar lo que hemos visto y oído
El golpe militar y la instalación de un régimen dictatorial cívico militar a fuego y sangre remece a la iglesia popular. En las poblaciones, los curas obreros escondieron a muchos en las capillas y monasterios y les ayudaron a conseguir salvoconductos y pasaportes al exilio. Los sacerdotes también fueron víctimas de la represión. Dos chilenos, dos españoles y un francés fueron asesinados, alrededor de 50 fueron encarcelados y otro tanto resultaron expulsados del país, incluyendo religiosas extranjeras. Muchas parroquias y casas de ejercicios fueron allanadas, registrándose incluso incendios de capillas y hostigamientos permanentes.
En plena dictadura, el padre José Aldunate se la jugó del todo por el todo; un testimonio de una iglesia que promovía una nueva manera de pensar a Dios. No era aquel castigador, ni sufriente sino un Dios de la vida; un Dios amoroso y respetuoso del otro, un Dios que traía una buena nueva llena de luz y esperanzas. Participaba en las huelgas de hambre y ayunos que organizaban los familiares de los detenidos desaparecidos, asistía a las protestas callejeras e impartía talleres de apoyo orientados a sostener una suerte de resistencia moral. Talleres de dolor, le llamaban. También presidía actos solidarios y vías crucis populares, y entre uno y otro asesinato encabezaba las romerías y peregrinaciones a los cementerios, donde presidía responsos fúnebres que denunciaban la verdad silenciada.
En 1975, junto al Equipo Misión Obrera (EMO) fundó la revista clandestina “No podemos callar”, rebautizada, más adelante bajo el nombre “Policarpo” (obispo del siglo II, perseguido y mártir, despedazado por fieras del circo romano) y después denominada Fe y Solidaridad. Circulaba de mano en mano, la imprimían por las noches en los mimeógrafos de un convento y la sacaban también de manera clandestina fuera de Chile. En sus páginas abordaban estadísticas de la represión, casos, y reflexiones orientadas a fortalecer la resistencia cristiana y ética. En uno de sus primeros números informaron la matanza de cinco integrantes de la familia Gallardo de la comuna de Maipú, primeramente secuestrada y mas tarde asesinada.
También en 1975, junto al padre Roberto Boltón, ayudó a ingresar a la Nunciatura Apostólica a un grupo de 22 personas, que buscaban asilo y o protección para salir del país. Arriesgando su vida, y exponiéndose a una expulsión de la curia, los acompañó hasta subir las escaleras del avión que los llevó a Buenos Aires.
Siguiendo su tarea de denuncia, y tras constatar las prácticas de torturas en las comisarias donde se disponía de equipamiento especializado, en 1983, el grupo EMO, decide organizar el movimiento «Sebastián Acevedo», quienes siguiendo los postulados de la No Violencia Activa, salían a las calles a denunciar que en Chile se torturaba a los presos políticos. En esta instancia participaban laicos, sacerdotes y monjas de hábitos. Por entonces, si bien se había abierto un clima de protestas y demandas, lo cierto que hasta entonces nadie hablaba de la tortura; ni los mismos torturados y menos aún los propios torturadores.
En siete años de actividad, participó en 180 acciones, logrando vencer apaleos, gases y agua contaminada que les arrojaban para disolverlos. Arrodillados y tomados de las manos unos a otros a modo de cadena rezaban y o cantaban mientras resistían la represión. La gente que los observaba los aplaudía e incluso se sumaban formando un cerco de protección. Si tomaban preso a uno de ellos, todos se subían al carro policial y los que no alcanzaban o no los dejaban se presentaban voluntariamente en los retenes y comisarías.
Entre 1973 y 1985, el padre Aldunate fue detenido en más de cinco ocasiones.
Sebastián Acevedo, fue un obrero del carbón que se inmoló frente a la catedral de Concepción. Estaba desesperado porque no tenía información del paradero de dos de sus hijos detenidos en una cárcel secreta.
Estatua viviente de una memoria colectiva
Conocí al padre Aldunate cuando vivía en una casita de madera en la Villa México, junto al maestro padre Ignacio Vergara; este último la había construido. Un par de años después, en 1984, escribió el Prologo de mi primer libro de denominado «Nunca Más Chile»… «estos testimonios se presentan como jirones de nuestra historia, pedazos desgarrados con dolor y sangre… o si se quiere del revés de la historia, de lo que está por debajo, del lado en que la verdadera trama de un tejido se revela».
Tras el retorno a la democracia continuó su lucha por la defensa y promoción de los derechos humanos. Participó activamente en la recuperación como un espacio de memoria del ex Centro de Torturas Villa Grimaldi y asistía a todos los actos organizados por las agrupaciones de familiares víctimas de la represión. Su quehacer ha sido reconocido con el Premio Nobel Alternativo de la Paz, el premio Leonidas Proaño, el que otorga Amnistía Internacional y en 2016 el premio Nacional de los Derechos Humanos que otorga en Chile el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH).
A fines de 2012, lo visité en la residencia jesuita, donde residió hasta sus últimos días. Allí me contó que recibía continuamente visitas de sus amigos más cercanos y personas que lo buscaban para pedirle consejos y también para entrevistarlo, principalmente estudiantes tesistas interesados en su saber histórico. Recuerdo que me dijo que lo visitaban familias completas de chilenos residentes en el extranjero, incluyendo los hijos de quienes ayudó a salir del país o bien aconsejó y brindó palabras de aliento que les permitieron durante los años más difíciles y oscuros recuperar la confianza, la esperanza y vencer los miedos para seguir adelante con sus vidas.
Un par de años después regresé nuevamente a la residencia de los jesuitas. Me recibió con su espontánea sencillez y humildad. Sus ojos ya no veían como antes, pero se las arreglaba para seguir escribiendo sus artículos en una antigua máquina de teclas que después publicaba en la revista “Reflexión y Liberación” y en otras importantes revistas del mundo cristiano. Aún me parece escuchar su hablar lento, sus respuestas de profundo contenido teológico, su voz dulce. Cuando le pregunté de su vida cuando joven, me dijo que su padre le había trazado un camino destinado al mundo de los negocios y que él lo había rechazado porque quería andar libre y lejos de los ámbitos de poder para caminar sin nada a cuestas y encontrar un buen camino… «una apuesta por el cielo, pero bien puesta en la tierra, porque aquí se hace el cielo».
«Hizo lo que pudo, le fue más o menos. Que descanse en paz”; el epitafio que deseaba le escribieran en su tumba. Así es, así fue.
Myriam Carmen Pinto. Zurdos no diestros (serie). Historias humanas de humanos demasiados humanos. ( julio- agosto 2012, reeditado el 30 de septiembre de 2019).